En
una semana estaré, si Dios quiere y el tiempo lo permite, corriendo por los
pirineos el que será mi cuarto ultra, me esperan 102 kilómetros y 12.200 metros
de desnivel acumulado, cifras éstas, que deberé completar en no más de las 25
horas que la organización nos concede.
Echo
la vista atrás y podría decirse que la preparación o entrenamiento llevado a cabo,
ha sido muy parecido a lo que espero de un ultra (o por lo menos a lo que he
vivido en los completados).
Muchas
ganas e ilusión en la primera fase de entrenamientos, semanas pasando una tras
otra, casi sin darme cuenta, de la misma manera que pasan los primeros
kilómetros de carrera.
Momentos
de bajón como consecuencia de los dolores que me tuvieron tres semanas en dique
seco y con ganas de mandar todo a la porra, también me suenan de algo estos
momentos durante una carrera, de esas que yo llamo: “de las buenas, de las que
me ponen”.
Y
la mejor sensación de todas, esa que se tiene cuando sin saber muy bien cómo ni
por qué, los dolores desaparecen, automáticamente cambia el chip, lo negro se
torna gris y después blanco, comienzas a correr y llegas al final del plan de
entrenamientos/carrera. Y es justo en ese instante cuando te das cuenta que
todo el esfuerzo ha merecido la pena, al final… siempre merece la pena.